Logo Rallye

18 Jul

(Les dejo un pequeño juego literario, el logo rallye, que consiste en introducir en un texto una serie de palabras que poco tienen que ver entre sí, respetando el orden de la serie y procurando que el resultado sea coherente)

Lupus-saltimbanqui-peonza-cerveza-péndulo-armería-río-bicho

Le preguntó a la gruesa señora de su izquierda, que vestía un agobiante abrigo de paño y lucía un sombrero de fieltro rodeado con una vulgar cuerda de pita en lugar de una cinta de raso, si la guagua que se acercaba por el principio de la calle era la de la línea S.

La mujer, puede que avergonzada por las rojas manchas que el lupus dejaba en sus mejillas, apenas giró la cara para confirmarle sinuosamente que ese sí era el de la ese.

Metió ambas manos en los bolsillos de su viejo abrigo negro con escote en uve, sacudió la cajita de madera que llevaba en uno y del otro sacó el monedero del que  empezó a juntar las monedas más pequeñas con intención de dejarle todo el cambio al chófer para aligerar la carga.

Casi había terminado de juntar en su mano los dos euros con quince céntimos que costaba el billete cuando el puñetero niño, que como si fuera un saltimbanqui no había parado quieto en todo el rato, le propinó sin querer un empujón que hizo caer las monedas.

La madre del niño, mucho más rápida en reflejos que él, se anticipó a su maldición propinándole un seco capón y advirtiéndole que guardara la maldita peonza antes de que se la quitara y la tirara al próximo cubo de basura.

Se agachó lo más rápido que puedo para recoger las monedas, ya la guagua estaba a cincuenta metros. Empezó a contarlas cuando oyó el chirrido de los frenos y el bufido de la puerta que había quedado a tres metros de su cabeza.

Los pasajeros se acumulaban de forma desordenada alrededor de la entrada y comenzaban a subir.

Había recuperado un euro setenta y cinco céntimos. En la cola sólo quedaba una mujer. Uno noventa, dos euros. Miró alrededor en busca de las monedas restantes, vio una de diez céntimos. La mujer desapareció de su vista. Dos quince.

Unos pasos apresurados se le acercaron por la espalda y casi sin verlo notó el roce seco de un muchacho que apestaba a cerveza y que puso el pie justo en el momento en que el chófer iba a cerrar la puerta. Se desequilibró y cayó apoyando todo el peso de su cuerpo sobre el puño cerrado que guardaba las monedas recontadas.

El muchacho lo ayudó a levantarse y le pidió disculpas. Sin embargo él, lejos de aceptarlas, utilizó las fuerzas que le quedaron para advertirle que tuviera más cuidado, que de haberse partido la cadera o la muñeca en una caída tan tonta, las disculpas no habrían servido de nada; que no era necesario ir con tanta prisa por el mundo; que cómo se atrevía a levantarle la voz a un hombre de su edad y que si tuviera un par de años menos se iba a enterar de lo que vale un peine.

El chófer le dio el billete mirando por el retrovisor. Arrancó justo en el momento que él dio el primer paso en busca de un asiento. La guagua iba llena y se notaba el aire cargado, parecía que todos los pasajeros tuviesen la tensión baja, miraban distraídos por las ventanas o dejaban sus ojos perdidos en el horizonte. La mujer de rasgos sudamericanos ni siquiera se inmutó cuando chocó con ella en su odisea hacia el asiento que vio en la penúltima fila. Se aferraba con todas las fuerzas a la barra de hierro y aún así se sentía como un muñegote cada vez que el vehículo aceleraba y frenaba. Se le hizo eterno el tiempo que tardó en alcanzar el asiento.

Le tocó ser compañero de viaje de una adolescente que mantenía un péndulo en la mano derecha que dejaba flotar sobre la palma de la izquierda. Moviendo apenas los labios formulaba una pregunta al destino, una y otra vez el péndulo oscilaba de izquierda a derecha y ella sonreía contenta de lo que quiera que significase aquello. Métase en lo suyo fue la respuesta que la muchacha le dio después de preguntarle si no creía que era mejor hacer ese ritual en un sitio que no se moviera, así que se quedó callado contando las paradas.

Se debía haber bajado en la estación de San Lázaro, pero prefirió apearse en la parada de la calle Remedios, la que tan bien conocía en otra época. Pasó por delante del escaparate de la armería que le fascinaba cuando iba con sus padres a las verbenas en la plaza del pueblo y pensó que de haber tenido una escopeta en la guagua, más de uno no hubiese llegado a su destino hoy.

Continuó el camino, el mismo que tantas veces hizo con sus amigos cuando iban a quitarse el calor a la acequia que venía desviada del río, que ahora estaba seca y sepultada bajo unas cuantas capas de asfalto.

Dos cuadras después llegó a la estación de San Lázaro. Ya no tenía el mismo encanto de antes cuando era una aglomeración de guaguas en el medio de una explanada rodeada de árboles y marquesinas que se veían envueltas en los olores de los puestos de manzanas caramelizadas y almendras garrapiñadas. Se recordó comprando un paquetito cada día para su hija al llegar del trabajo. Las lágrimas se le saltaron justo cuando me acerqué a él.

Me quedé callada un momento antes de preguntarle si había traído el bicho. No me contestó, sólo sacó una pequeña cajita de su bolsillo y me la puso en la mano. Antes de marcharme me preguntó si me apetecía un paquetito de almendras garrapiñadas. Le di un beso en la mejilla y le dije que debía ponerse otro botón en el abrigo.

Vamos a volvernos locos

14 Jul

Veo en la televisión un reportaje sobre Radio La Colifata (la del anuncio de Aquarius), la que se inició como un proyecto terapéutico de un hospital neuropsiquiátrico en Buenos Aires, Argentina, y me quedo con la idea de que nos están diciendo que somos nosotros, los que estamos al otro lado, los locos.

Uno de ellos dice en concreto que hemos perdido la cordura porque hemos dejado de escuchar a nuestras voces y creo que tiene toda la razón. ¿Cuántas veces hemos sentido impulsos como empezar a bailar, dar un abrazo porque sí o decirle a alguien que le queremos? Pero apagamos esa voz diciéndonos que tenemos que comportarnos, que vamos a parecer unos locos, o que qué va a pensar la gente de nosotros.

¿Cuántas veces han sentido la necesidad de romper con todo, de dejar lo que están haciendo porque no les hace felices, de cambiar a su pareja por usted mismo/a porque ya no quieren a la persona a la que tienen al lado, de marcharse a vivir a la ciudad o pueblo que siempre les ha gustado, de trabajar en lo que realmente les gusta y no en lo que les da dinero?

¿Cuántas veces al día hacen lo que deben y no lo que quieren? Si la respuesta es más de una, han dejado de escuchar a su voz y la que están oyendo y obedeciendo es la de la norma social, la de la hegemonía, la de la cordura que se disfraza de debo, no puedo o tengo que y se va tornando en enfermedad, en frustración, en violencia, en rabia contenida, en destrucción de todo eso que vemos cuando miramos alrededor.

Como dice uno de los integrantes de Radio Colifata: «El ser humano es extraordinario». Pero algunos poderes interesados no quieren que nos demos cuenta.

 

QUIERO IR A SU LADO.

Quiero irme con los locos,

Con Esos que están más cuerdos que yo.

Alejarme del resto,

De los que aparentan tener siempre la razón.

Quiero estar al lado de los que saben

Que también la han perdido como yo.

Los locos no me discriminan

Y les gusto tal como soy,

Por eso quiero irme con ellos,

Sentarme en el parque y charlar,

Escuchar sus filosofías,

Abandonar la ignorancia de la sociedad.

 

El café

14 Jul

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Sintió que le arrebataba el corazón en el mismo momento en que la taza de café tocó la mesa delante de ella. Miró al portador de tan oportuno ofrecimiento y se sintió profundamente agradecida por un detalle tan valioso.

El calor del café encendió otro calor interior que consiguió romper el cascarón de un huevo que llevaba tiempo anidando sin éxito. Notó que se le resquebrajaba dentro y con ayuda de toda la ilusión que se puso en los meses siguientes terminó de salir a la luz.

La taza de café le sirvió de alimento hasta que, casi sin darse cuenta, se fue vaciando. Confió en que él volviera a llenarla, si no de una vez, al menos, de poco en poco, de buche en buche. Así cambiaron los días de estar plácidamente degustando el sabor intenso del preciado líquido a estar constantemente pendiente de que le sirviera un poco más, por mínimo que fuera, para poder alimentarse.

Los pequeños sorbos se fueron espaciando más y más, y pasaron de ser sorbos a una simple humedad en los labios.

Se vació.

Cogió la taza entre las manos y aspiró el aroma que había dejado el café. Miraba los posos una y otra vez pendiente de que volviera a caer algo del aromático líquido y al final se llevó la taza a la boca y sacó la lengua todo lo que pudo hasta lamer el fondo.

Se agarraba a la taza como si le fuera la vida en ello, y una vida iba en ello, sí.

Le pidió más café.

El tiempo pasaba…

El dedo

28 Feb

Se sentía desesperado. Había hablado con todos los prestamistas del lugar, había recurrido a sus padres y hermanos, había tocado en la puerta de algunos amigos y nadie, absolutamente nadie accedió a darle algunas monedas para que su mujer y sus hijos pudieran comer.

El dinero que sacó vendiendo la yegua y la vaca, se había acabado. No podía vender las pocas tierras de las que vivía, aunque la mala cosecha de ese año era precisamente lo que les estaba matando de hambre.

Mandó a su esposa y sus hijos a casa de su suegra, seguro de que no les negarían un plato de comida. Él decidió marchar a la ciudad en busca de un trabajo que le aportara algunas monedas con las que devolver los préstamos, poder comprar comida y algunas semillas para la nueva siembra.

Cuando tenía a su yegua Paca tardaba cuatro horas en llegar a la ciudad, ahora que tenía que hacer el camino a pie, le llevaría el triple. Se envolvió en su raído manto de lana, se caló el sombrero, tranquilizó los rugidos de su estómago y pidió a Dios que lo ayudara a encontrar ese trabajo.

A diez kilómetros del pueblo decidió coger el atajo del bosque. En otras circunstancias no sería un camino recomendable pues solía ser utilizado por asaltantes. Esta vez no suponía ningún riesgo, no tenía nada que pudieran robarle,  aún así mantuvo siempre la mano sobre el mango de su cuchillo, debajo de la capa.

Llegó a la ciudad casi anocheciendo y tuvo que buscar un lugar donde pasar la noche. Encontró unos fardos de paja bajo un toldo, se acurrucó entre ellos y cerró los ojos.

A la mañana siguiente se dispuso a encontrar el trabajo que necesitaba. Se ofreció de aprendiz de todos los oficios que se daban en la ciudad. Se presentó ante el albañil de la obra de la catedral, que le dijo que no necesitaban más hombres. Intentó que lo contratasen de mozo en todas las tabernas y hasta de limpiador de cuadras. Lo único que llegó a conseguir fueron tres monedas por descargar unos cuantos carros de barriles de cerveza, las cuales le alcanzaron para pagarse un plato de cocido, un poco de pan y un buen vaso de vino. Al menos le quitaron el hambre y le calentaron el cuerpo.

Sin embargo la calma del estómago no pudo con su cabeza que volvía una y otra vez a pensar que era un fracasado y que mataría a su mujer y sus hijos de hambre. Encontrar un trabajo en la ciudad era su única salida para poder hacerse cargo de su familia y salir adelante. Pensó en todo el dinero que debía, pensó en la cara de su mujer, cada vez más escuálida, en las noches que sus hijos no podían dormir de tanta hambre que sentían. Y pensando se fue quedando sentado en el suelo junto a la puerta de una iglesia.

El ruido de las monedas al dar contra el suelo le sacó de su embelesamiento. Levantó la cabeza y se dio cuenta de que los feligreses lo habían tomado por un mendigo. Su primera reacción fue la de hacer ver a aquellas personas el error. Pero se dio cuenta de que al fin tenía lo que necesitaba, así que bajó la cabeza y dio las gracias cada vez que escuchaba el tintineo del metal contra la piedra.

Contaba siete monedas cuando se dio cuenta de que unos pies estaban parados a su lado. Elevó la cabeza y miró fijamente a un hombre vestido con telas de lujo que le resultaba familiar.

Soltó las monedas y empezó a llorar con desesperación y vergüenza cuando reconoció a Hipólito, un viejo y buen amigo. Hipólito se agachó y recogió las siete monedas. Después se quedó mirando a su viejo amigo, se quitó el guante de la mano derecha y con el dedo índice tocó las monedas que se convirtieron en una pequeña fortuna de oro reluciente.

-No sé qué te ha pasado para que te veas en la necesidad de pedir limosna, pero con estas monedas tendrás suficiente para vivir el resto del año, hasta que puedas recoger la cosecha. Ahora acompáñame a la taberna y bebamos como viejos amigos.

Escuchó de boca de Hipólito cómo había recibido el don de convertir todo lo que tocaba con su dedo índice en oro. Más que encontrar su historia asombrosa, la consideraba injusta, ¿por qué su amigo podía disponer de todo el dinero que necesitase mientras que él apenas podía mantener a su familia?

El dedo de la mano, posada sobre la mesa, era como un imán para su mirada, no podía levantar los ojos más de dos segundos. Notó que el mango de su cuchillo le quemaba la piel y para evitar abrasarse lo sacó con un movimiento rápido de debajo de su capa y ¡zas! De una tajada le amputó el dedo.

Incompleto

16 Feb

Dos chispazos de luz asomaron al espejo retrovisor sacándolo de sus pensamientos. Se puso de mal humor. Miró los faros del coche que se pegaba al culo del suyo y dudó unos segundos si seguir jodiéndolo manteniendo la misma velocidad o echarse a un lado en el próximo apartadero. Optó por hacerse a un lado.

No tenía prisa, por eso no cogió el camino directo para volver a casa desde el trabajo, sino que prefirió tomar la vieja carretera, que alargaría el trayecto, por lo menos cuarenta y cinco minutos más.  Ese tiempo le vendría muy bien para repasar los detalles del plan que se había trazado para acabar con ella.

Había tomado la determinación de poner fin a una relación que le amargaba la existencia. Cada año que pasaba junto a ella crecía la necesidad de arrancarla de su vida y sabía Dios que había intentando aprender a quererla. Acudió a médicos, a curanderos, hizo meditación y yoga, y por supuesto estuvo en terapia con psicólogos y psiquiatras. Nada dio resultado.

Después de muchos años de intentos infructuosos, aceptó que sólo tenía una salida, tenía que terminar con ella porque cada vez que la miraba se le venía el mundo encima. La odiaba profundamente, no la quería en su vida y eso, sacarla de su vida, era su objetivo para empezar a ser feliz.

Paró el coche junto a la puerta del supermercado más próximo a su casa, en el que había encargado veinte bolsas de hielo pagadas por adelantado.

Miró el reloj al entrar en casa, las ocho en punto. Había calculado que toda la operación le llevaría alrededor de media hora, así que puso la alarma del despertador a las doce y media de la noche. Llevó el reloj al cuarto de baño, colocó el tapón de la bañera y abrió el grifo del agua fría. Cuando el fondo se hubo llenado unos centímetros se dirigió al coche y empezó a traer las bolsas que fue volcando en la bañera de una en una. Dejó la puerta de la casa entornada. Buscó su teléfono móvil y dejó marcado el número de emergencias.

Todo estaba preparado. Su respiración se aceleró, sintió la sangre golpearle en el cerebro y los pulmones encogérsele. Quiso salir corriendo, subirse al coche y gastar el tanque de gasolina en un viaje sin rumbo. El miedo le trepó por los pies dándole una excusa para no hacerlo. Vio su cara asustada en el espejo, después la miró a ella y entonces se sacudió el miedo.

La arrastró hasta el borde de aquella helada bañera, respiró profundo y la sumergió de lleno. Ella se resistió, pero él no atendió a sus protestas, su corazón estaba tan frío como el del agua. Apretó un poco más y allí la dejó.

Cuando sonó el despertador casi no tenía fuerzas para marcar el número que había dejado indicado en la pantalla del móvil. Le temblaba todo el cuerpo y se sentía morir. Sacó fuerzas, extendió la mano y presionó la tecla verde, apenas escuchó la voz al otro lado, sólo fue capaz de dar su dirección y su nombre.

Tres días después despertaba en la habitación de un hospital. Miró hacia la parte baja de la cama y le pareció ver que sólo había un pico saliente de las sábanas. Le empezó a invadir un sentimiento de alegría que se convirtió en una explosión al mirar debajo de las sábanas y comprobar que ella ya no estaba allí. Libre de una pierna que nunca había considerado suya, se sentía al fin un hombre completo. Feliz.