(Les dejo un pequeño juego literario, el logo rallye, que consiste en introducir en un texto una serie de palabras que poco tienen que ver entre sí, respetando el orden de la serie y procurando que el resultado sea coherente)
Lupus-saltimbanqui-peonza-cerveza-péndulo-armería-río-bicho
Le preguntó a la gruesa señora de su izquierda, que vestía un agobiante abrigo de paño y lucía un sombrero de fieltro rodeado con una vulgar cuerda de pita en lugar de una cinta de raso, si la guagua que se acercaba por el principio de la calle era la de la línea S.
La mujer, puede que avergonzada por las rojas manchas que el lupus dejaba en sus mejillas, apenas giró la cara para confirmarle sinuosamente que ese sí era el de la ese.
Metió ambas manos en los bolsillos de su viejo abrigo negro con escote en uve, sacudió la cajita de madera que llevaba en uno y del otro sacó el monedero del que empezó a juntar las monedas más pequeñas con intención de dejarle todo el cambio al chófer para aligerar la carga.
Casi había terminado de juntar en su mano los dos euros con quince céntimos que costaba el billete cuando el puñetero niño, que como si fuera un saltimbanqui no había parado quieto en todo el rato, le propinó sin querer un empujón que hizo caer las monedas.
La madre del niño, mucho más rápida en reflejos que él, se anticipó a su maldición propinándole un seco capón y advirtiéndole que guardara la maldita peonza antes de que se la quitara y la tirara al próximo cubo de basura.
Se agachó lo más rápido que puedo para recoger las monedas, ya la guagua estaba a cincuenta metros. Empezó a contarlas cuando oyó el chirrido de los frenos y el bufido de la puerta que había quedado a tres metros de su cabeza.
Los pasajeros se acumulaban de forma desordenada alrededor de la entrada y comenzaban a subir.
Había recuperado un euro setenta y cinco céntimos. En la cola sólo quedaba una mujer. Uno noventa, dos euros. Miró alrededor en busca de las monedas restantes, vio una de diez céntimos. La mujer desapareció de su vista. Dos quince.
Unos pasos apresurados se le acercaron por la espalda y casi sin verlo notó el roce seco de un muchacho que apestaba a cerveza y que puso el pie justo en el momento en que el chófer iba a cerrar la puerta. Se desequilibró y cayó apoyando todo el peso de su cuerpo sobre el puño cerrado que guardaba las monedas recontadas.
El muchacho lo ayudó a levantarse y le pidió disculpas. Sin embargo él, lejos de aceptarlas, utilizó las fuerzas que le quedaron para advertirle que tuviera más cuidado, que de haberse partido la cadera o la muñeca en una caída tan tonta, las disculpas no habrían servido de nada; que no era necesario ir con tanta prisa por el mundo; que cómo se atrevía a levantarle la voz a un hombre de su edad y que si tuviera un par de años menos se iba a enterar de lo que vale un peine.
El chófer le dio el billete mirando por el retrovisor. Arrancó justo en el momento que él dio el primer paso en busca de un asiento. La guagua iba llena y se notaba el aire cargado, parecía que todos los pasajeros tuviesen la tensión baja, miraban distraídos por las ventanas o dejaban sus ojos perdidos en el horizonte. La mujer de rasgos sudamericanos ni siquiera se inmutó cuando chocó con ella en su odisea hacia el asiento que vio en la penúltima fila. Se aferraba con todas las fuerzas a la barra de hierro y aún así se sentía como un muñegote cada vez que el vehículo aceleraba y frenaba. Se le hizo eterno el tiempo que tardó en alcanzar el asiento.
Le tocó ser compañero de viaje de una adolescente que mantenía un péndulo en la mano derecha que dejaba flotar sobre la palma de la izquierda. Moviendo apenas los labios formulaba una pregunta al destino, una y otra vez el péndulo oscilaba de izquierda a derecha y ella sonreía contenta de lo que quiera que significase aquello. Métase en lo suyo fue la respuesta que la muchacha le dio después de preguntarle si no creía que era mejor hacer ese ritual en un sitio que no se moviera, así que se quedó callado contando las paradas.
Se debía haber bajado en la estación de San Lázaro, pero prefirió apearse en la parada de la calle Remedios, la que tan bien conocía en otra época. Pasó por delante del escaparate de la armería que le fascinaba cuando iba con sus padres a las verbenas en la plaza del pueblo y pensó que de haber tenido una escopeta en la guagua, más de uno no hubiese llegado a su destino hoy.
Continuó el camino, el mismo que tantas veces hizo con sus amigos cuando iban a quitarse el calor a la acequia que venía desviada del río, que ahora estaba seca y sepultada bajo unas cuantas capas de asfalto.
Dos cuadras después llegó a la estación de San Lázaro. Ya no tenía el mismo encanto de antes cuando era una aglomeración de guaguas en el medio de una explanada rodeada de árboles y marquesinas que se veían envueltas en los olores de los puestos de manzanas caramelizadas y almendras garrapiñadas. Se recordó comprando un paquetito cada día para su hija al llegar del trabajo. Las lágrimas se le saltaron justo cuando me acerqué a él.
Me quedé callada un momento antes de preguntarle si había traído el bicho. No me contestó, sólo sacó una pequeña cajita de su bolsillo y me la puso en la mano. Antes de marcharme me preguntó si me apetecía un paquetito de almendras garrapiñadas. Le di un beso en la mejilla y le dije que debía ponerse otro botón en el abrigo.